http://www.prensalibre.com/pl/2008/marzo/25/227722.html
Recibimos con los brazos abiertos todas laspelículas, los productos de consumo y muchas veces los dictados políticos de EE. UU. Esta semana pasó algo allá que nos puede servir como pan para nuestro matate. Barack Obama, el candidato negro que encabeza las primarias demócratas, salió a hablar francamente de las relaciones entre blancos y negros, y les pidió a los ciudadanos afrontar el tema del racismo en su país, como no lo había hecho antes ningún político, según el New York Times. En su discurso habló, sin tapujos, de los resentimientos entre blancos y negros, de injusticias del pasado y la necesidad de evitar regresar cada uno a su esquina y para postergar la construcción de un país más justo. Es una apuesta complicadísima en un país con racistas y no racistas.
En Guatemala llevamos 10 años desde la última vez que debatimos sobre el racismo y sobre la nación (por construir) que tenemos. El debate para decidir si modificábamos la Constitución se descarriló hacia pasiones racistas y separatistas, y la mayoría se quedó en su trinchera para defender su pedacito de nación y de razón. Creo que tenemos que volver a debatirlo. El racismo es tan profundo en el país que muchos ni siquiera lo notan y menos intentan combatirlo. Somos uno de los países más atrasados en la materia en América Latina, construida con base en relaciones étnicas racistas.
La época es propicia. Desde México hasta Brasil, las sociedades están volviendo a criticarse a sí mismas por racistas. En Brasil ha habido proyectos interesantísimos que van más allá de las políticas de acción afirmativa en las universidades, y llegan a medir las representaciones de blancos y negros en las películas o las novelas, para demostrar cómo, a pesar de la “exitosa democracia racial”, siempre se reproducen en lo que forma el imaginario social los prejuicios sobre los roles que tienen que tener los negros. Por ejemplo, la mitad de los jóvenes negros que salen en novelas son ladrones o drogadictos o prostitutas, en comparación a una minoría blanca representada de esta manera.
El racismo ya no es admisible en casi ninguna discusión pública —aunque está presente en todas las conversaciones privadas a cualquier nivel económico—; ya se han empezado a cerrar bares racistas que no admitían indígenas, ya se enseña a uno de cada cinco niños indígenas en las escuelas públicas primero en su idioma materno y después en español, y ya puede hablarse en contra del racismo sin ser considerado un subversivo. Pero los indígenas siguen siendo los más pobres y con menos oportunidades, y el racismo se corta con machete cuando uno camina por las calles de todo el país. No podemos ser un país decente en el siglo XXI así.
No creo que con una bandera roji-amarilla-blanca-negra, junto a la azul y blanco, como quiere el Gobierno de la Unidad Nacional de la Esperanza, va a cambiar algo, aunque es un esfuerzo. Hay que pensar algo más dinámico. Por ejemplo, podríamos enterrar esa construcción racista del siglo XIX centroamericano que nos define a la mitad de la población como “no india” (ladina), en vez de describirnos como mestizos. En Guatemala, nos avergonzamos del componente indígena de nuestro mestizaje, y creamos esa identidad vacía. ¿Por qué no cambiamos la definición de una vez por todas para asuntos gubernamentales, encuestas, etcétera? Y nos volvemos a descubrir como guatemaltecos indígenas, mestizos y más. Los xincas pueden ser incluidos entre los indígenas, y quienes no se consideren ni guatemaltecos indígenas ni mestizos, como los garífunas o los más blancos, no tienen que pertenecer a ninguna de las dos.
Quizás así, rompiendo ese muro entre lo indígena y lo no indígena, podemos empezar a construir puentes que nos unan. Dos ideas son afrontar el racismo y redescubrirnos como mestizos.
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